La sexualidad siempre ha sido un problema para el poder. Foucault escribió que la burguesía la asumió "con una mezcla de espanto, curiosidad, delectación y fiebre", justo cuando desarrolló el control judicial y médico de las perversiones y estuvo listo entonces "el instrumento de control político y de regulación económica indispensable para la sujeción del proletariado".
Por eso, no hay que extrañarse de que una modesta ley sobre derechos patrimoniales de las parejas homosexuales haya desatado los demonios de siempre. Tampoco que las fuerzas más reaccionarias y menos laicas hayan encabezado, con la misma ordinariez que históricamente las legitima como representantes de la derecha más hirsuta, la conspiración de penumbras de mediodía contra el proyecto.
Tampoco que las iglesias se organizaran para la maniobra en el Congreso, ni que las nuevas y viejas generaciones del clientelismo pura sangre asumieran la personería de la maniobra. Aún menos habría que asombrarse de que los partidos nuevos resulten, en términos de democracia y de nivel mental, más desvencijados que los viejos, y que hasta un parlamentario del Polo haya repetido en público los discursos de Piraquive y Jorge Visbal. Al fin y al cabo, en Cuba el pensamiento oficial todavía insiste en un discurso tan homofóbico como el de cualquiera de las retóricas del Ministerio del Interior y de Itagüí.
Las "fuerzas del bien", que son invariablemente enemigas del pensamiento libre, de la diferencia y la otredad, creen que la secularización de la ética, la sociedad y el Estado es la responsable de todas las calamidades de la humanidad. La tolerancia hacia la homosexualidad, el aborto, la eutanasia, la dosis personal y las minorías étnicas son identificadas como creaciones diabólicas. Cualquiera de esos temas sirve para medir, mejor que cualquier otra cosa, hasta cuál extremo está dispuesto a ir cada quien. El resto del secularismo que rechazan tiene que ver con procurar alguna equidad en la propiedad y la renta, controlar el medio ambiente y desarmar a los ciudadanos y los pueblos.
Las intolerancias sobre el sexo son con frecuencia el producto de los miedos más recónditos. Quienes golpean física y moralmente a las minorías sexuales en realidad se autoflagelan. Matan en cuerpo ajeno la tentación mimética. Toda "limpieza social" es un acto de higiene íntima. Por eso son tan evidentes las frecuentaciones entre lo autoritario y lo homofóbico. Hitler podría ser la prueba más patética. El machismo más rampante está frecuentemente al borde de un quiebre de muñecas.
Pero el asunto es político, y la igualdad, que es de lo que se trata, deriva de la condición de ciudadano, es decir, de lo político, y no de la condición humana que le precede. Quienes persiguen, excluyen o limitan a una minoría atentan efectivamente contra la democracia y tres de sus postulados más esenciales: la igualdad, la compasión y la decencia. No todo en la democracia se decide por mayoría. Dworkin demostró (La comunidad liberal) que los asuntos relacionados con el entorno ético no pueden definirse con la sola voluntad de las mayorías. El autor nos recuerda que lo mismo ocurre con el entorno económico. De lo contrario, habría que distribuir la propiedad y la renta no por las leyes del mercado sino según lo que prefieran los pobres, que son una mayoría enorme. ¿Por qué lo que se puede en el ámbito económico es pecado en el entorno ético?
El día que tratemos a los terroristas, los genocidas, los asesinos, los responsables de los tres y medio millones de desplazados, los atracadores del erario publico con la décima parte del entusiasmo y el rigor que se utiliza para excluir a quienes procuran una sociedad laica y liberal, este país tendrá una oportunidad de escapar del infierno, que no existe como alternativa de insumisión a Dios, sino como domicilio forzoso de todos aquí.
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